vendredi 19 août 2016

De todo corazón…



Lecturas: 1a Lectura: Ezequiel 37, 1-14

               Evangelio: Mateo 22, 34-40

Hermanos y hermanas,

Cuando meditaba acerca del evangelio de hoy, me acordé de lo que mamá me decía cada vez que me pedía hacer algo. Me decía: hazlo con todo tu corazón, o pon en eso tu corazón. En mi lengua materna hay muchas expresiones que subrayan la importancia del corazón: “haga tú corazón”, “sea tu corazón”, etc. Y cuando una persona no es buena, se dice que “tiene un corazón malo" o "no tiene corazón.”

En efecto, el corazón es el centro de nuestro ser. Él representa nuestra dimensión de lo profundo. En ella vive la conciencia que siempre nos acompaña, nos aconseja, nos advierte. En el corazón brilla el fuego sagrado que nos produce entusiasmo. Ese entusiasmo es como nuestro Dios Interior que nos da calor y nos ilumina.

Por eso, poner el corazón en las cosas que hagas quiere decir dejar allí tus propias huellas. Dejar allí algo de ti. Esto nos hace reconocer la misma profundidad del amor de Dios para nosotros los humanos: nos creó a su imagen y semejanza, es decir que creándonos, Dios dejó en cada uno de nosotros su propia traza. Y cuando se nos ve vivir, se ve al mismo tiempo la obra de Dios en nosotros. Así, amar a Dios de todo corazón quiere decir hacer de Dios el centro de nuestra vida. En otras palabras, dejar transparentar las huellas de Dios en todo lo que hagamos.

En su libro “Los derechos del corazón. El rescate de la inteligencia cordial”, el teólogo Leonardo Boff nos dice que: “La dimensión del corazón ha sido descuidada por la modernidad. La razón analítica instrumental y la tecnociencia buscan como método el distanciamiento más riguroso posible entre emoción y razón, y entre el sujeto pensante y el objeto pensado”.

Por ello, el gran desafío actual consiste en conferir centralidad a lo que es más ancestral en los seres humanos: el afecto y la sensibilidad, cuya mayor expresión se encuentra en el corazón. El corazón posee sus propios derechos y su propia lógica. No ve tan claro como la razón, pero su mirada es más profunda y certera.

En este sentido, amar a Dios con  todo nuestro corazón, toda nuestra alma y con toda nuestra mente no es otra cosa que considerarlo como la fuente de toda nuestra actuación y reconocer que sin Él no podemos hacer nada consistente. Y amar a nuestro prójimo significa ver en él las trazas de Dios que nos hagan semejantes a Él.

Sébastien Bangandu, a.a.

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