Lecturas: 1a Lectura: Ezequiel 37, 1-14
Evangelio: Mateo 22, 34-40
Hermanos y hermanas,
Cuando meditaba acerca del evangelio de hoy, me acordé de
lo que mamá me decía cada vez que me pedía hacer algo. Me decía: hazlo con todo
tu corazón, o pon en eso tu corazón. En mi lengua materna hay muchas
expresiones que subrayan la importancia del corazón: “haga tú corazón”, “sea tu
corazón”, etc. Y cuando una persona no es buena, se dice que “tiene un corazón
malo" o "no tiene corazón.”
En efecto, el corazón es el centro de nuestro ser. Él
representa nuestra dimensión de lo profundo. En ella vive la conciencia que
siempre nos acompaña, nos aconseja, nos advierte. En el corazón brilla el fuego
sagrado que nos produce entusiasmo. Ese entusiasmo es como nuestro Dios
Interior que nos da calor y nos ilumina.
Por eso, poner el corazón en las cosas que hagas quiere
decir dejar allí tus propias huellas. Dejar allí algo de ti. Esto nos hace
reconocer la misma profundidad del amor de Dios para nosotros los humanos: nos
creó a su imagen y semejanza, es decir que creándonos, Dios dejó en cada uno de
nosotros su propia traza. Y cuando se nos ve vivir, se ve al mismo tiempo la
obra de Dios en nosotros. Así, amar a Dios de todo corazón quiere decir hacer
de Dios el centro de nuestra vida. En otras palabras, dejar transparentar las
huellas de Dios en todo lo que hagamos.
En su libro “Los derechos del corazón. El rescate de la
inteligencia cordial”, el teólogo Leonardo Boff nos dice que: “La dimensión del
corazón ha sido descuidada por la modernidad. La razón analítica instrumental y
la tecnociencia buscan como método el distanciamiento más riguroso posible
entre emoción y razón, y entre el sujeto pensante y el objeto pensado”.
Por ello, el gran desafío actual consiste en conferir
centralidad a lo que es más ancestral en los seres humanos: el afecto y la
sensibilidad, cuya mayor expresión se encuentra en el corazón. El corazón posee
sus propios derechos y su propia lógica. No ve tan claro como la razón, pero su
mirada es más profunda y certera.
En este sentido, amar a Dios con todo nuestro corazón, toda nuestra alma y con
toda nuestra mente no es otra cosa que considerarlo como la fuente de toda
nuestra actuación y reconocer que sin Él no podemos hacer nada consistente. Y
amar a nuestro prójimo significa ver en él las trazas de Dios que nos hagan
semejantes a Él.
Sébastien
Bangandu, a.a.
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